Arte y política: ¿qué nos dicen los manifiestos en el siglo XXI?
La llegada de Manifesto, la obra de Julian Rosefeldt a Proa, el 26 de agosto, reabre la pregunta sobre la actualidad de un género que como dice el artista alemán, mezcla la rabia y la poesía

Desde el próximo sábado 26 de agosto se podrá ver en PROAManifesto, la obra de Julian Rosefeldt que recorre el mundo. En múltiples pantallas, se ve a la actriz Cate Blanchett interpretar diversos monólogos cuyos textos entretejen algunos de los manifiestos más conocidos de la historia del arte y la política, en general vinculados a los movimientos de avant-garde, mezclados con otros más oscuros que Rosefeldt investigó para la ocasión y con manifiestos relativamente jóvenes como las Golden Rules of Filmmaking de Werner Herzog, Jim Jarmusch y Lars Von Trier de 2004. Manifesto vale la pena por muchas razones, y el virtuosismo de Cate Blanchett no es una menor; pero tal vez lo más interesante de la obra son las preguntas que propone al espectador, que en algún punto tiene que tomar la decisión de leerla como un homenaje, una ironía, un epitafio, un grito de guerra o una canción desesperada.
¿Qué pueden decirnos hoy los manifiestos? ¿Nos hablan de un espíritu perdido e irrecuperable, o de algo que todavía está entre nosotros? ¿De qué relación entre el arte y la política pueden dar cuenta, y qué nos queda de ella en el siglo XXI?
«Los manifiestos políticos y estéticos tienen un valor en sí mismos, independientemente de las realizaciones que luego se verifiquen. Representan, por decirlo de algún modo, una línea de demarcación de lo que ya no puede tolerarse más, de lo que se pretende inventar, de lo que se aspira o se sueña», dice el crítico literario Daniel Link.
Aunque los manifiestos suscitaron interés y conversación desde que existen, no fue hasta hace un par de décadas que se empezó a pensar seriamente en el manifiesto como género literario. El francés Claude Abastado fue uno de los primeros teóricos que intentaron identificar los rasgos genéricos del manifiesto. Aunque resulte problemático, dice Abastado en el dossier fundacional que publicó la revista Littérature en 1980, hay que aceptar que el criterio para clasificar a un texto como manifiesto es fundamentalmente pragmático: las formas que adoptan los manifiestos son mutantes, pero todas son estrategias discursivas al servicio de la función polémica y antagonista que caracteriza al género. «En la escritura de los manifiestos», dice Abastado, «escribir es ante todo hacer».
En su libro Legitimizing the Artist. Manifesto Writing and European Modernism, 1885-1915 (2003, University of Toronto Press), el teórico italiano Luca Somigli realiza un análisis histórico y programático de los manifiestos artísticos nacidos entre finales del siglo XIX y principios del XX. Es durante esos años que el uso de la metáfora de la vanguardia (la parte de una fuerza militar que marcha por delante del resto), que hasta entonces se había aplicado solamente a movimientos políticos, se extiende a los movimientos artísticos, dando comienzo a una relación entre ambas (las vanguardias políticas y las vanguardias estéticas) mucho menos pacífica y lineal de lo que a veces se supone. En esa misma época aparece en los artistas vinculados a estas vanguardias la consciencia de su lugar en la sociedad, en particular en las emergentes sociedades de mercado: Baudelaire, sin ir más lejos, comparó en sus diarios íntimos al arte con la prostitución, en una metáfora que Benjamin rescata como fundacional de la autoconciencia del arte moderno, del artista que sabe que vende y se vende. Es desde el reconocimiento de estas contradicciones, dice Somigli, que el artista puede comunicar la verdad sobre las bases ideológicas de la sociedad burguesa, y así recuperar para sí una función nueva y potencialmente revolucionaria.
La tesis central de Somigli es que los manifiestos aparecen como una estrategia de respuesta a un problema que estalla en la modernidad: la legitimación del arte como herramienta de cambio social y no mera commodity, de los artistas como agentes políticos por derecho propio. Esta respuesta, lejos de ser una «solución», produce nuevas aporías en el vínculo entre arte y revolución, entre lo poético y lo político, que vale la pena seguir pensando un siglo después.
Una relación particular
Entre los fragmentos más fácilmente reconocibles en los monólogos de Blanchett se encuentran, por supuesto, los del Manifiesto Comunista: «todo lo sólido se desvanece en el aire», dice desafiante la voz en off de Blanchett, y deja al desnudo la poesía de un texto que no se gasta aunque lo hayamos escuchado cientos de veces. Pero además de habernos dado uno de los manifiestos más famosos de la historia, el comunismo es un gran escenario para estudiar la relación entre aquellos que escribieron manifiestos políticos y aquellos que escribieron manifiestos artísticos. En convergencia con esta autoconciencia política de los artistas que se veía en Baudelaire, aparece como nunca en esta época la posibilidad de la convergencia entre la revolución política y la revolución estética, y con ella una serie de preguntas cruciales sobre esta articulación. La filósofa e historiadora Susan Buck-Morss analiza este fenómeno en su libro Mundo soñado y catástrofe. La desaparición de la utopía de masas en el Este y el Oeste, proponiendo por primera vez una diferenciación entre las vanguardias políticas y los movimientos avant-garde. «Hay que distinguir dos tipos de vanguardia», explica Jorge Dubatti, crítico e investigador teatral. «La artística (avant-garde) es aquella en la que la declaración está más asimilada a los principios estéticos y la acción a una fuerza subversiva de todo orden, a una revolución no definida salvo por su apertura: contra lo estatuido, contra las razón, contra la moral, pero sin una meta propositiva clara. En cambio la vanguardia política (vanguard) es la que pone la fuerza subversiva del arte al servicio con una causa extraartística: por ejemplo, un partido político».

Pero con la revolución, la revolución política y la revuelta estética se empiezan a pensar como dos caras de la misma moneda. Esta concepción pone a los artistas en una posición complicada, especialmente cuando el leninismo, en 1918, puso a los anarquistas en la mira: artistas como Malevich, Tatlin y Maiakovskii empiezan a preocuparse por los costos que implicaba para la libertad creativa trabajar demasiado cerca del Estado, aun si se trataba de un Estado revolucionario. «Antonin Artaud hace vanguardia artística pero se distancia del surrealismo cuando Breton y su grupo ponen el surrealismo al servicio del comunismo. Libertad subversiva sin meta clara versus la subversión puesta al servicio de un partido. Vanguardia artística y vanguardia política usan los manifiestos de manera diferente», explica Dubatti.
La pregunta por el significado de un arte revolucionario se hace entonces cada vez más difícil. Los movimientos de avant-garde parecían ser el arte más revolucionario en términos de su ruptura con las prácticas artísticas tradicionales; pero, ¿era un «arte proletario» el que practicaban estos artistas, al menos en un sentido clarividente, un arte que fuera a liberar a los trabajadores aunque ellos todavía no lo supieran? ¿O, por el contrario, se trataba de un arte burgués, al no subordinarse a los designios y necesidades del partido? ¿Podía el arte servir a la revolución de los proletarios? ¿El arte solo puede legitimarse como revolucionario cuando se pone al servicio de algo externo, y que paradójicamente limita sus búsquedas a la representación de un mensaje que le viene de afuera, obligándolo a reproducir estrategias estéticas antiguas y -tal vez incluso- conservadoras?
Más allá de la revolución rusa, estas preguntas todavía no tienen soluciones definitivas, y quizás nunca la tengan. «Las vanguardias históricas demostraron su carácter aporístico», dice Link. «Los callejones sin salida con los que se encontraban cada vez que intentaban articular el ‘fuera de tiempo’ propio del manifiesto con la historicidad propia de la práctica (política o estética)».
Lo que se hizo evidente en esta época y podemos seguir pensando en estos días es que esta lucha por la legitimidad no es solamente un conflicto entre el arte y la política, sino también entre las ideas revolucionarias y la práctica, entre el deseo de destruir lo viejo y la necesidad de pensar la construcción de lo nuevo. Los manifiestos parecen ser muy efectivos respecto de lo primero, pero lo segundo es, tal vez por su propia naturaleza, un eterno proyecto por venir.
A días de la apertura en Proa, Julian Rosefeldt dice a La Nacion: «Algo que me resultó muy interesante es que estos manifiestos que leemos de grandes artistas fueron escritos cuando ellos eran muy jóvenes y todavía no tenían obra, antes de que las obras que los hicieron célebres siquiera existieran». Ese hiato temporal entre el manifiesto y la obra tal vez nos hable también de la relación entre dos espíritus, el destructivo y el productivo, que están en permanente conflicto en el arte pero se necesitan mutuamente.
Siglo XXI, ¿odisea o cambalache?
Sería fácil decir que el gesto progresista del manifiesto (en el sentido marxista-hegeliano de la palabra progreso) murió con los grandes relatos, y que por eso encontramos tantos menos manifiestos en nuestros días; que hoy sería ingenuo, impropio de nuestra posmodernidad irónica, autoconsciente y desesperanzada, seguir llamando a la revolución del arte. Pero la realidad histórica es bastante más compleja: los manifiestos empiezan a deconstruirse a sí mismos prácticamente desde su apogeo. En el mismo 1918 de los suprematistas, Tristan Tzara publica en Zurich el primer manifiesto dadaísta, que explícitamente se ríe (aunque sin cinismo) del acto «solemne» de publicar un manifiesto.
Claramente, sin embargo, hoy los manifiestos dan que hablar mucho menos que hace cien años. «Los manifiestos son conmovedores porque transmiten claramente la sensación de que alguna vez alguien creyó profundamente en esos principios y los quiso transmitir como una forma de contagio, entusiasmo y búsqueda de adhesión. Lo que tal vez ha cambiado es la fuerza de confianza en el futuro que transmitían las vanguardias, hoy sometida a una mayor incertidumbre», piensa Dubatti.
«La escena del arte a principios del siglo pasado era todavía muy pequeña, y los que escribían manifiestos eran incluso una minoría dentro de esa escena minúscula. Para ser escuchados, los artistas tenían que gritar», dice Rosefeldt en el catálogo en español de Manifiesto. «La escena del arte hoy es una red global de negocios con diversos medios de expresión. El manifiesto como soporte de articulación artística se ha vuelto menos relevante en un mundo del arte globalizado», sigue en ese texto. Pero en la conversación que tuvo con La Nación, Rosefeldt agrega sin contradecirse que «el mundo es un lugar muy distinto hoy de lo que lo era hace tres años, cuando yo empecé con Manifesto. La emergencia de Trump, las situaciones en Turquía, Brasil, Francia, Filipinas, por mencionar solo algunos casos salientes, hacen que los manifiestos hoy vuelvan a ser más necesarios que nunca. Porque el manifiesto, aunque sea impulsivo o rabioso, también es poético: tiene rabia pero también poesía. Los manifiestos están escritos con la rabia de un pueblo pero también con poesía: cada palabra en ellos tiene un sentido. En cambio, el discurso de los populismo de derecha es rabia en un envase vacío. Espero que la lectura y el trabajo sobre los manifiestos que está desatando mi trabajo pueda llevar a pensar en esto, en nuevos manifiestos para la rabia de nuestra época».